La guerra cultural como instrumento de cancelación. Carlos Fuster Cerezo

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Podemos definir la guerra cultural como el conflicto entre diferentes grupos sociales e ideológicos con el objeto de imponer sus valores al conjunto de la sociedad. Si bien este concepto se popularizó en ambientes académicos en los años 90 por el sociólogo y filósofo estadounidense James Hunter, con su libro “Guerras Culturales: la lucha por definir América.

El concepto de guerra cultural, se usa para describir la pugna de valores políticos,  económicos, sociales, culturales y religiosos  entre grupos muy polarizados. Las tesis del fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci, han sido de gran utilidad para la izquierda posmoderna.

Una izquierda posmoderna que surge a partir de mayo del 68 ha sabido manejar muy bien sus tiempos así como sus recursos de agitación, propaganda e ingeniería social bajo la etiqueta del “progresismo”.

Con un discurso de apoyo a los derechos de las minorías (homosexuales, feministas y minorías étnicas) mientras se ha ido alejando progresivamente de los derechos de las clases trabajadoras y populares, lo cual, por ejemplo,  en varios países de Europa se ha traducido en el trasvase de votos a partidos nacional populistas y nacional conservadores, por su postura contraria al multiculturalismo y la inmigración masiva.

Algo que podía parecer encomiable a primera vista, como es la defensa de los derechos de las minorías, se ha convertido dentro del ámbito de la guerra cultural en un instrumento de cancelación que se manifiesta por el pensamiento “políticamente correcto” y  su evolución en todo lo relativo a la cultura “woke” (Despiertos).

Que  gobiernos tanto de derecha sistémica (populares) como de izquierda progresista, en Europa occidental,  se hayan plegado a todo lo “woke” manteniendo un consenso en cancelar y censurar cualquier opinión disidente, en temas como la inmigración, el feminismo radical y crítica al movimiento LGTBI, con el recurrente delito de odio, entre otros,  deja a las claras que tras esa guerra y predominio cultural, se quiere derivar a las democracias occidentales, en el ámbito político, al modelo de “democracia militante”,  basado en legitimar en nombre de la “defensa de la democracia” la restricción de libertades fundamentales.

Todo ello además se hace con la intención manifiesta de imponer un relato predominante casi dogma de fe así, queriendo imponerlos en diferentes ámbitos como la justicia, la seguridad, salud y educación.

De unos años hasta hoy, la guerra cultural de la izquierda está teniendo una respuesta desde diferentes ámbitos ideológicos (derecha conservadora, liberalismo/libertarismo y nacionalismo) con la defensa de un sistema de valores alternativo todo el pensamiento «woke».

La defensa de la “democracia militante” como punta de lanza de la guerra cultural como instrumento de cancelación  tiene unos sesgos totalitarios propios del fundamentalismo democrático.

Frente a ese fundamentalismo democrático desde mi perspectiva, es deseable la  concepción instrumental de la democracia, como medio para gobernar y regular el pluralismo político, buscando espacios de neutralidad y convivencia que liberen a la democracia de sus secuestradores fundamentalistas.

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