Los peligros del globalismo para España: Una Reflexión Necesaria. Carlos Fuster Cerezo

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El debate sobre la globalización y sus efectos ha sido una constante en las últimas décadas. Sin embargo, más allá de la mera interconexión económica, emerge con fuerza un concepto: el globalismo. Este término no solo describe la realidad de un mundo interdependiente, sino que se refiere a una ideología y una agenda política que prioriza las estructuras, normas y valores transnacionales por encima de la soberanía y la identidad de las naciones y pueblos. Para España, una nación con una Historia, cultura e identidad singularmente rica y compleja, los peligros relativos a esta deriva globalista merecen una profunda reflexión.

El primero y más evidente peligro del globalismo radica en la erosión de la soberanía nacional. El poder de decisión se traslada progresivamente de las Cortes Generales y el Palacio de La Moncloa a organismos supranacionales, lobbies económicos y tecnocracias no electas, principalmente en Bruselas (Unión Europea), pero también en foros como la ONU o la OCDE.

Esta transferencia de poder, a menudo justificada bajo la etiqueta de «necesaria armonización» o «eficiencia regulatoria», implica que aspectos fundamentales de la vida nacional —desde la política económica, pasando por la regulación laboral, hasta la gestión de fronteras— son dictados externamente.

El resultado es un déficit democrático evidente. El ciudadano español ve mermada su capacidad de influir mediante el voto en las políticas que rigen su vida, ya que las decisiones clave se toman en esferas ajenas a su control directo. La Constitución de 1978, pilar de nuestra convivencia y marco de nuestra soberanía, sufre una injerencia constante por medio de normativas y directrices que, aunque adoptadas formalmente, tienen su  origen en agendas ajenas a los intereses y realidades específicas de España.

España no es solo una unidad territorial; es una comunidad de destino cimentada sobre siglos de historia, arte, lengua y tradiciones. El globalismo, en su afán por crear un «ciudadano global» maleable y desarraigado, tiende a promover una homogeneización cultural peligrosa.

Esta tendencia se manifiesta en la dilución de los valores y tradiciones locales en favor de una cultura global, desprovista de raíces y superficial. La presión por adherirse a narrativas ideológicas universales, muchas veces impulsadas por grandes corporaciones mediáticas y tecnológicas, silencia la voz propia de España y de aquellas naciones con voluntad soberana.

El globalismo postula una especie de «tabula rasa» cultural donde la identidad nacional es vista como un obstáculo para el libre flujo de capital y mano de obra. Para España, esto representa el riesgo de perder la brújula de su identidad, cayendo en la irrelevancia cultural y la dependencia ideológica de organismos supranacionales en una especie de neofeudalismo  global.

Se nos ha vendido la globalización como la panacea para el crecimiento económico. Sin embargo, la realidad ha demostrado que sus beneficios se han distribuido de forma extremadamente desigual. El globalismo económico ha facilitado la deslocalización industrial en busca de mano de obra barata, dejando tras de sí un rastro de fábricas cerradas, desempleo estructural y un empobrecimiento de la clase media y trabajadora española.

Mientras las grandes corporaciones y fondos de inversión obtienen beneficios récord, la precariedad laboral y la subida de precios golpean al ciudadano común. La competencia desleal global presiona a la baja los salarios y erosiona los derechos laborales, mientras que el Estado pierde herramientas para proteger su tejido productivo y a sus trabajadores frente a factores externos.

Además, el globalismo ejerce una presión constante para reducir la capacidad del Estado para intervenir en la economía y proteger sectores estratégicos (sector primario, industria, energía), forzando aperturas que, si bien son teóricamente «libres», en la práctica benefician a los actores globales más poderosos a costa de las empresas nacionales.

Del mismo modo es de obligada mención el factor demográfico por las consecuencias que conlleva el fenómeno de la inmigración masiva no solo a nivel económico, social, cultural y de seguridad, sino también para nuestra identidad como pueblo y nación.

Con la excusa de solventar el “invierno demográfico” se usa a la inmigración descontrolada y masiva como elemento de reemplazo demográfico.

 Frente a estos peligros, la solución no es un repliegue absoluto, sino una reafirmación estratégica de la Nación y la recuperación de su soberanía.

España debe liderar en los foros internacionales, sí, pero siempre con una posición de firmeza y defensa de su interés nacional. Es imperativo recuperar y ejercer la soberanía en áreas críticas:

Control de Fronteras: Ejercer plenamente la capacidad de decidir quién entra y sale del territorio nacional, anteponiendo la seguridad y el orden social a cualquier agenda migratoria supranacional.

Política Económica: Utilizar todas las herramientas disponibles para proteger el tejido productivo nacional, fomentar la reindustrialización y asegurar la calidad del empleo español, incluso desafiando dogmas de libre mercado extremo.

Defensa de la Identidad: Promover activamente la cultura, la historia y la lengua española (incluidas las cooficiales) frente a la homogeneización cultural, garantizando que la educación forme ciudadanos conscientes de su herencia y su responsabilidad con la nación.

El globalismo, cuando se convierte en ideología y dogma, amenaza con convertir a España en una mera provincia administrativa de unos organismos y élites ajenos, cuando no contrarios, a nuestros intereses nacionales.

La defensa de la nación no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de responsabilidad democrática para asegurar que el futuro de los españoles se decida en España, por españoles, y con respeto a la identidad que nos define.

Es hora de dejar de ver la soberanía como una reliquia y empezar a verla como el escudo indispensable para proteger nuestro bienestar, singularidad y futuro.

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